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Cristales curvos de Cricursa en la década de los 40

La Ilustración dispara las ansias de conocimiento y las aspiraciones de la sociedad (del ser humano, si se quiere) hasta unos límites y una audacia jamás vistos hasta entonces. La Revolución Industrial, consecuencia directa de este fenómeno, llevará asociados, después de unos inicios catastróficos por lo que respecta al bienestar de los trabajadores, una serie de cambios en el nivel de vida de la sociedad que culminan todos los esfuerzos culturales, económicos y políticos emprendidos desde entonces.

Elisha Otis subido a su ascensor en la Feria de Nueva York de 1854. El primero se instaló en 1857

En este camino las empresas tienen un papel clave. Una empresa, en este contexto, es una compañía de un cierto volumen que gestiona un producto complejo que involucra más de un material o más de una técnica o un material y una técnica, lo fabrica, ajusta su precio y lo distribuye. Una empresa tiene una serie de características destacadas por encima del emprendedor que la ha creado, y éstas constituyen una de las bases de nuestra sociedad.

Las empresas estabilizan el papel del pionero. Se centran en una gama de productos, los perfeccionan y producen una masa crítica que permita usarlos. Una empresa, pues, es estabilidad. Una empresa es un legado. Como tal, una empresa es productora de cultura desde su propia estructura: no cultura entendida desde el mecenazgo directo de actos o bienes culturales, sino entendida desde su quehacer diario, sin que esto tenga que implicar una conciencia excesiva sobre el tema.

Una empresa piensa a largo plazo. Y es aquí donde conserva parte de esta herencia de inquietud del pionero en forma de flexibilidad y adaptabilidad. Las empresas están en constante evolución, proponiendo, consolidando o adaptándose a los cambios tecnológicos. Esta manera de proceder se percibe claramente en nuestra sociedad. Sólo hemos de pensar en toda la gama de productos que las empresas han popularizado y comercializado en todo el mundo. Qué complicado debería ser comer pasta antes de que, en el siglo XIX, apareciesen las primeras compañías que la producían industrialmente. En las bebidas que socializan (desde el café hasta las bebidas carbonatadas), en los fármacos que han convertido en inocuas enfermedades antes mortales de necesidad y en todo el etcétera que se quiera.

El mundo de la construcción ha avanzado en paralelo a este fenómeno con algunas características propias, sin embargo.

La principal de ellas es una cierta rémora cultural, una resistencia de la profesión a mirar más allá de los tratadistas clásicos (Vitrubio, Palladio, etcétera) y de su pasión por un número muy limitado de técnicas y materiales: arcilla, madera, piedra, paja, tierra. Poca cosa más.

Cristales curvos de Cricursa en la década de los 40

Muchos arquitectos tienden (tendemos) por educación a usar un nivel de tecnología bajo, tan bajo como sea posible para plasmar el programa deseado, pero en el camino se olvida que muchos de estos programas, y muchas de las tipologías asociadas a ellos, ni están concebidos ni son posibles de ejecutar empleando estos niveles tecnológicos tan bajos. Y que, si no se usan mecanismos correctores de este proceso de pensamiento, lo que se obtiene no es una baja tecnología sino una parodia de baja tecnología: uno de los errores más comunes en edificios de poco interés en la actualidad.

Quizá el hallazgo principal asociado a las empresas en el mundo de la construcción ha sido la aparición y la consolidación de los productos que podemos llamar semicomponentes: productos que van más allá de un producto básico como puede ser un ladrillo o un pedazo de madera para hacer una viga. Vuelve a ser, de nuevo, demasiado fácil olvidarse del nivel de consolidación actual de los semicomponentes. Resulta complicado, por ejemplo, huir de la madera laminada al concebir una estructura de madera para un edificio mínimamente complejo. Y ésta no es ya un producto natural, sino el producto industrial resultante de unir una determinada industria de la madera con la industria de los adhesivos y una tercera técnica que solidariza estos dos componentes en un producto que ya no tiene las características de ninguno de los dos, sino las suyas propias, estandarizables, controlables y eventualmente normativizables.

Pensar en lo que determinadas empresas han dado al mundo de la construcción en los últimos doscientos años es un ejercicio saludable que nos podría llegar a hacer reescribir la historia de la arquitectura desde una óptica de múltiples puntos de vista en que el arquitecto, es decir, el autor es incapaz de realizar nada por sí solo sin el concurso de estos fabricantes de los productos que necesita para concebir sus creaciones.

Gustave Eiffel no inventó la construcción en hierro, pero sí la hizo rentable y exportable a muchos continentes, versátil, preparada para ser usada en una enorme variedad de construcciones y, por último, para ser válida como una expresión en sí misma (vía colocar una construcción de mil pies, trescientos metros, la más alta realizada jamás por el hombre, en el centro de París, lo que para muchos era una monstruosidad inconcebible en su época). Eiffel no fue sólo un ingeniero. Fue, sobre todo, un empresario capaz de ejecutar lo que para muchos sólo era un dibujo teórico en el papel. Habla mucho de su versatilidad el hecho que, de formación, era ingeniero químico y no, como podríamos pensar, de puentes y caminos, o arquitecto. Y más: el Centro Georges Pompidou no se hubiese podido construir sin que la Krupp ejecutase las piezas que enlazaban las jácenas con los pilares, esenciales para la estabilidad del edificio. Sin las empresas de hormigón prefabricado que lo apoyaban, Miguel Fisac no hubiese podido convertir en un sistema de luz natural una cubrición de hormigón prefabricado.

Este legado sigue actualmente aquí y ahora: Cricursa trabaja desde Granollers para una nómina de arquitectos que incluye catorce Premios Pritzker. Cerámica Cumella, Figueras, Cosentino, Malpesa, Hormipresa. La lista es tan larga que resulta imposible abarcarla sin cometer la injusticia de dejarse a alguien.

La actualidad nos deja en un momento interesante al respecto. Muchas de estas empresas no trabajan con el nivel de tecnología más algo disponible, sino con el más necesario para cada circunstancia, o, más interesante todavía, usan la alta tecnología para rebajar el nivel tecnológico del producto final. Por ejemplo: si un determinado material estructural es conductor por sí mismo puede ahorrar cableado, o puede aislar térmicamente, o volverse gradualmente más ligero.

El interés del momento actual radica también en que muchos usuarios no buscan a las empresas como productoras de productos, de bienes, sino como productoras de las herramientas que permiten producir dichos productos: sería el caso del 3-D printing y de las tecnologías asociadas, gracias a las que, en última instancia, un arquitecto, desde su móvil, podría llegar a proyectar y construir un edificio sin intermediación con la suma de las tecnologías adecuadas.

El momento actual es de cambio. Muchas empresas ahora importantes empezaron a producir trabajos por estética. La estética ha llevado a un producto estandarizable, y éste a un tipo.

Muchos empresarios aparentemente locos o frívolos están, pues, proponiendo las tecnologías del mañana sabiéndolo o sin saberlo, del mismo modo que Elisha Otis, el inventor del ascensor, se vendía en la Crystal Palace Exhibition de 1854, en Nueva York, gritando montado sobre una plataforma elevadora que subía y bajaba. Muchos lo tomaban por un charlatán.

Sin él no hubiese sido posible la invención del rascacielos.

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