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Todos conocemos ahora los Premios Nobel, otorgados anualmente a las élites científicas y culturales del planeta, premios que deberían de servir de escolta, legitimación moral y soporte logístico del galardón que debería de ser (que teóricamente es) el súmmum de todos ellos, el que verdaderamente importa: el Nobel de la Paz. Los Premios Nobel son sinónimos de prestigio. Son, de hecho, los premios que todos querrían ganar por encima de cualquier otro. Son el paradigma del Premio.

Hay una excepción, sin embargo: la del gremio que controla la fábrica de sueños del mundo: el cine. Me refiero, claro, a los premios Óscar. Todo en ellos es mitología y leyenda, empezando por el propio nombre del premio, que nace de un comentario casual de la secretaria de los premios, Margaret Herrick en 1931, que encontraba que la estatua era clavadita a su tío Óscar (2): en realidad el nombre oficial de los premios era, y es, Premios de la Academia de Cine. Un nombre mucho menos glamouroso, por cierto. Los premios Óscar son el paradigma de la universalización de un hecho específico: un gremio premiándose a sí mismo que termina organizando al que quizá sea la única ceremonia que conozco capaz de competir en popularidad con los premios Nobel. O de superarla.

La arquitectura es una profesión que, con su mezcla de arte y técnica, con su capacidad de erigirse en una cosmogonía completa, lo tiene todo para convertirse en la base de un premio auténticamente popular, o auténticamente prestigioso. Lo primero no ha sucedido todavía. Lo segundo bastante más, pero no del todo.

Un premio de arquitectura es el reconocimiento de los méritos de parte de la profesión o de algún arquitecto que la entidad organizadora se ve con ánimos de juzgar y que considera relevantes y ejemplares. Un premio es, en primera instancia, un retrato del promotor del premio: una lista de sus gustos. Lista que, para que tenga un mínimo de prestigio, se ha de elaborar siguiendo unas convenciones determinadas, la más importante de las cuales es el nombramiento de un jurado. El jurado es la garantía de solvencia técnica, de conocimiento, de prestigio y, sobre todo, de independencia.

Un premio es, esencialmente, un enorme esfuerzo de comunicación: comunicar buen gusto, prestigio. El prestigio de un promotor que quiere significarse y darse a conocer dentro del mundo de la cultura. El esfuerzo de comunicación suele culminar, y casi siempre acabar, en una ceremonia solemne más o menos glamouroso.

Si lo analizamos con detenimiento y pensamos un segundo en ello descubriremos rápidamente que un premio, cualquier premio, así sean los Nobel o los Óscar, es, por encima de todo, un proyecto. Un proyecto de posicionamiento. Un proyecto de comunicación. El proyecto de un legado. El proyecto de una visión en perspectiva que, por acumulación de premiados, categoría tras categoría, y año tras año, hablará y retratará con precisión, y como nada, qué quiere ser esa institución o esa marca. La gestión de la postceremonia será clave en este proyecto: una beca o un presupuesto para investigar o desarrollar producto pueden ser un retorno tan directo como todo el resto del proceso.

Los premios de arquitectura han estado oscilando entre el glamour de los Óscar y el prestigio del Nobel sin que se haya conseguido demasiado ninguna de las dos cosas: a menudo, premios interesantes sin casi desconocidos y grandes ceremonias venden humo. La coherencia, y la continuidad, el trabajo con rigor y audacia pueden dar el reconocimiento del reconocimiento (la preciada joya buscada). Y, con suerte, los escándalos entre bambalinas crearán la mitología. Hay recorrido para hacerlo.

(1) Ojo con la industria minera que, vista, en perspectiva, ha sido uno de los sectores más determinantes para el progreso de la historia los últimos trescientos años. La Revolución Industrial no empieza por la industria textil, sino por la minería a cielo abierto, promotora de la Máquina de Vapor. La dinamita (nombre comercial del TNO o Trinitrotolueno) es, esencialmente, nitroglicerina estabilizada, fácil de fabricar, de manejar y de transportar.

(2) Desconozco si existe alguna fotografía del tío Oscar en cuestión, por lo que nunca he podido saber si este símil era real o no.

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