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A la decisión tomada por un grupo más o menos organizado de personas de asentarse en un lugar geográfico determinado para vivir allí se le podría llamar ciudad. Las ciudades necesitan densidad, una masa crítica de gente que, por presión, hace que pasen cosas. Las ciudades necesitan poder alimentar esta masa crítica de gente y necesitan rutas más o menos claras para intercambiar o enriquecer lo que producen. Es así como se desarrollan las ciudades. Es de eso de lo que viven. Así que las ciudades, cualquier ciudad, se enclava siempre en algún lugar más o menos estratégico, controlando rutas, carreteras, puertos, cruces. Protegidas o definidas habitualmente por algún accidente geográfico: el curso de un río, una montaña, etcétera. Una ciudad es siempre un límite. Y los límites son siempre los lugares más interesantes, los lugares donde pasan cosas: las fiestas de piso se acaban celebrando siempre en los pasillos. Cualquier ciudad en la que pensemos se definirá por alguno de estos rasgos. Londres se ubica en la primera franja de terreno estable posible antes del estuario del Támesis. Rotterdam o Nueva York controlan puertos gigantescos. Atlanta, aparentemente en medio de la nada, se ubica controlando lo que era, y probablemente siga siendo, el nudo ferroviario más importante de toda la Costa Este de los Estados Unidos: no en vano su primer nombre fue Terminus: la puerta del Oeste. Y etcétera. Tantos etcéteras como ciudades haya.

Si nos fijamos en Barcelona, ciudad extendida en una franja de terreno más o menos llana definida por Collserola, el mar, el Llobregat y el Besòs, nos encontraremos fácilmente con flujos naturales o artificiales (caminos de conexión, fundamentalmente) que se integran perfectamente en la trama urbana. Que pueden ser trazados con lápiz sin levantarlo ni desviarlo ni hacer ningún movimiento brusco sobre el papel. Que pueden ser recorridos, por tantos, de un solo trazo suave. Donde suelen reunirse está el centro de la ciudad. Y esto puede igualmente escalarse. Explicarlo aquí sería demasiado largo. La versión corta pasa por imprimirse un plano de la Ciudad Vieja y darse cuenta de la cantidad de flujos naturales que se pueden trazar con el lápiz grueso de antes exactamente del mismo modo que en el plano de escala grande.

Incluso el replanteo del Ensanche se hace sobre una vía que se pueda recorrer la ciudad de punta a punta, ininterrumpidamente, y que la conecte transversalmente con el territorio a través de sendos puentes sobre el Llobregat y el Besòs: la Gran Vía (su nombre lo dice todo), trazada de modo preciso para ser tangente simultáneamente al Casco Antiguo y a la montaña de Montjuïc. Los cursos transversales no suelen interrumpirse por seguir las líneas que desaguan el llano de Barcelona. La naturaleza fue la gran aliada de Cerdà a la hora de trazar su plan. Y cuando éste no encajaba deformaba la trama para absorberla.

Algunas de estas calles que recorren la geografía de Barcelona de modo continuo van cambiando de nombre a lo largo de su trazado y esto hace que nos hayamos olvidado de su continuidad. Cuando esto pasa el territorio se desestructura. Un ejemplo: el curso de la carretera de Barcelona a Tarragona, que actualmente coincide con el trazado de la N-340, existe como mínimo desde los tiempos de los Romanos. Jamás se ha cortado, jamás se ha perdido. Pero hasta una fecha tan cercana como el primer tercio del siglo XIX estaba abandonada, completamente en desuso excepto por alguna partida militar excepcional. Era como si el camino no existiese. Se usaba de modo parcial, generalmente para conectar pueblos con su mercado, como rutas intercomarcales. Poco más.

La conexión Barcelona-Tarragona se hacía por mar, generalmente haciendo escala en Vilanova. Costó siglos recuperar la consciencia de flujo continuo entre las dos ciudades.

Esta pérdida de consciencia sobre los flujos continuos que estructuran territorios ha sido catastrófica en la ciudad de Barcelona. No hay ningún metro que recorra entera la Gran Vía. Se hace por tramos sin otra conexión entre ellos que transbordos pesados. No hay ninguna infraestructura importante que recorra entera la Diagonal, ni la Carretera de Madrid desde los Tres Tombs hasta Esplugas, ni Pere IV. Y un largo etcétera.

Mientras tanto alguien se hizo la siguiente reflexión(1): la ciudad de Barcelona entendido en sentido amplio, por densa que sea, sólo ocupa el 50% de su territorio. El resto de la geografía metropolitana, coincidiendo con montañas absorbidas por la trama, cursos de agua y Collserola, está completamente vacía. Hasta ahora, en Europa entera, esto propiciaba dos dramas: el de la sobredensificación de parte de las ciudades y el de la marginación y el olvido de las zonas vacías. Bernard Summer, líder del grupo New Order y guitarrista de Joy Division, explica que no recuerda haber visto ningún árbol en los suburbios del Manchester donde se crio hasta casi los diez años de edad. Consideramos grave que alguien no haya visto nunca el mar: imaginad qué es no haber visto nunca ningún árbol. El territorio vacío era pasto de barrios de barracas, de la marginación más extrema, de mundos descontrolados al margen del sistema: sólo hace falta leer, por poner un ejemplo, la magnífica novela “La isla de cemento”, de James Graham Ballard (Ed. Minotauro) para darse cuenta de lo que hablo. O recordar que un evento tan clave para la historia como la Revolución Francesa fue posible, precisamente, por haber sido forjada en estas tierras de nadie al margen de la ciudad, donde era posible disponer grandes imprentas ilegales, por ejemplo (como queda recogido brillantemente por Philip Bloom en su ensayo “Encyclophèdie”, publicado por Anagrama).

La toma de consciencia sobre el 50% vacío de la ciudad arrastra la positivización de estos espacios marginales. Ahora son espacios que, conectados entre ellos, estructuran la ciudad. La hacen respirar. Activan sus límites, oxigenan a los ciudadanos, proporcionan confort y espacios libres. En Barcelona primero fue Collserola. Luego el Llobregat (llamado por Batlle i Roig el nuevo Paseo de Gràcia de Barcelona). Después la conexión entre los dos verdes. Y, en rápida sucesión, la Diagonal Verde y, ahora, el Besòs: cursos, flujos naturales a limpiar, recuperar, dignificar y conectar con el resto de la trama urbana. Cursos que han de definir y cambiar la cara de la ciudad de Barcelona.

Pero esto no acaba aquí: esta toma de consciencia sobre el 50% vacío, sobre flujos naturales que estructuran la ciudad capaces de funcionar en malla, se ha escalado. Hemos tomado consciencia de que esto puede reducirse de medida y entrar en la ciudad estructurada: intervenciones (todavía tímidas) como la Avenida Mistral, ahora llena de árboles, o la primera Meridiana o la brillante actuación sobre el Paseo de Sant Joan, que va subiendo por fases desde el Art de Triomf hasta (espero) Travessera, renaturalizando el espacio, recuperando, incluso, pavimentos de hierba, son indicativos de que los flujos verdes están destinados a ser el factor que estructure la ciudad a cualquier escala: una nueva malla verde a diversas escalas más sana, más pura y, como mínimo, tan urbana como la que la precedía.

(1) A mí me lo contó Enric Batlle.

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